El 8 de marzo de 1958 Suecia se impuso 22-12 a Checoslovaquia. Hasta ayer se trataba de la mayor diferencia de goles en una final de un Mundial de Balonmano. Un récord pulverizado por España tras derrotar a Dinamarca por 35-19.
Y eso que los presagios no eran los mejores. Los daneses, flamantes campeones de Europa y subcampeones del mundo (puesto que mantienen), llegaban imbatidos al Palau Sant Jordi. Tenían, por tanto, todo a su favor para alzarse con su primer mundial. Contaban con el mejor portero del campeonato, el espigado Niklas Landin, con el máximo goleador, Anders Eggert (52 tantos en los 8 partidos disputados hasta la fecha), y con la superestrella Mikkel Hansen, verdugo de España en anteriores enfrentamientos.
La final se presentaba como una lucha entre hispanos y vikingos. Aunque los vikingos ni siquiera llegaron a bajarse de los drakkar. No hubo ni rastro del juego que habían desplegado en estas dos últimas semanas.
Muchos se han apresurado a señalar como artífice de la victoria a Arpad Sterbik, serbio de nacimiento y manchego de adopción, que por cuestiones de dinero defiende la portería del Barcelona. Es verdad que acabó la final con más del 40% de paradas; pero no nos engañemos, su exhibición comenzó cuando la final ya estaba encarrilada.
El partido se ganó gracias a la defensa, como dictan los cánones. Los daneses no podían perforar la férrea defensa, sin fisura alguna, planteada por Valero Rivera. Tal era la incapacidad, que el gran Ulrik Wilbek (feo detalle el de no aparecer en la rueda de prensa posterior al encuentro) centralizó sus ataques en lejanísimos y desesperados lanzamientos de Nikolaj Markussen. A lo que hay que sumar el extraño encogimiento de brazo de Hansen, en el peor momento posible, y los extraños fallos de los extremos, que no se habían producido a lo largo de toda la competición.
España dominó de principio a fin, guiada en ataque por un magistral Joan Cañellas (7 tantos). Y un parcial de 7-0 en los últimos minutos de la primera parte dejó tocados a los escandinavos (18-10 al descanso). En la segunda mitad se esperaba la reacción danesa. Pero aún seguimos a la espera. Y por séptima vez en 23 ediciones, el Mundial de Balonmano lo ganaba el país organizador.
Es el triunfo de una nueva hornada de jugadores, la aparición de un nuevo modelo en el balonmano español. Hasta ahora siempre habíamos vivido de nuestras estrellas (Guijosa, Barrufet, Masip, Garralda, Lozano…); ahora es diferente, la selección es un grupo unido, sin un líder aparente. Cada partido coge las riendas uno diferente. Un claro ejemplo de ello es que ninguno de los jugadores ha acabado en la lista de los 10 máximos goleadores. Además en el 7 ideal sólo aparecen Alberto Entrerríos y Julen Aguinagalde, y casi por obligación.
Un acierto fue en su día dejarse ganar ante Croacia, para que los balcánicos se enfrentasen a Francia en cuartos y a Dinamarca en semifinales. No me quiero olvidar del estrepitoso fracaso de los galos, que con, posiblemente, la mejor selección de la historia (Omeyer, Narcisse, Karabatic, Abalo, Fernández, y muchos más) no han sido capaces de llegar a la lucha por las medallas.
Valero Rivera tiene gran parte de culpa en este nuevo triunfo del deporte español. Uno de los entrenadores más laureados de la historia, y que ha sido capaz de montar un grupo ganador, con un estilo propio.
La victoria es tan grande como efímera. Hoy todos nos acordamos del éxito de nuestro balonmano, pero a partir de mañana el país sólo tendrá ojos para el clásico de fútbol. Será entonces cuando nos quede un vago recuerdo de la hazaña que realizaron los hispanos el 27 de enero de 2013.
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